domingo, diciembre 04, 2005

La modernidad y lo moderno en Baudelaire




La Modernidad y lo moderno en Baudelaire




Si pensamos en la palabra “modernidad”, más allá de señalarla como un cliché intelectual, inmediatamente seremos sorprendidos por una avalancha de imágenes grises pobladas por grandes humaredas y por la visión de una sociedad en pleno descubrimiento de la aceleración. Revoluciones políticas y técnicas, migraciones pueblo-ciudad, el nacimiento de la clase obrera, el surgimiento de filosofías totalitarias y del capitalismo, la contingencia a mano de los medios de comunicación masivos, la publicidad y la moda. El mundo se convierte en una gran explanada de contradicciones donde unas ideas subsumen a otras, donde una revolución suple a otra, donde la producción en masa reemplaza lo único y todo cobra el sentido de la rentabilidad.

Quiebres históricos como la Reforma Protestante, la teoría cosmogónica de Galileo, el Descubrimiento de América, la filosofía de Descartes y la Ilustración (sólo por nombrar algunos) abrieron la posibilidad a un mundo que se encontraba frenado por la fe y una forma de pensamiento que no se acomodaba a los cambios sociales. Con la reactivación desde el siglo XV de las rutas marinas se fortalecieron las grandes ciudades comerciales del Mediterráneo y el Atlántico; el intercambio comercial con otras civilizaciones y el descubrimiento de América provocó en Europa una constante capitalización del mundo. La ciudades se reformaron y nuevos sistemas de gobierno fueron necesarios. El liberalismo económico y político, el progresivo desligamiento de su centro judeo-cristiano, la apertura de los márgenes del universo y del planeta ponían al hombre en una posición de conquista, de transformación completa de sí mismo y del cosmos a través de la Razón.

Ya para el siglo XIX se vivía entre tres sentimientos bien encontrados. Por un lado la burguesía y las ciencias veían en este mundo un sentido de progreso hacia nuevas formas del hombre, un sentimiento de victoria del espíritu humano; por otro lado las condiciones de la vida del hombre de este tiempo, del obrero, que no poseía ni derechos en las nacientes industrias, la contaminación y las enfermedades llamaban al hombre común a levantarse contra los poderes burgueses y de la aristocracia y para provocar una verdadera revolución popular; y por último (si es que debemos clasificar tan escuetamente el gran aliento que moviliza la historia) estaba la posición que sentía profundamente la separación del hombre con lo divino, la misma deprecación de la vida urbana y los ineficientes pasos realizados por las guerras civiles, sumándose un abismante escepticismo por el poder de la razón y del progreso.

Siendo de la clase burguesa, detestando a la chusma, pero compadeciéndose de ella, y personificando el vacío de trascendencia que dejaban estos cambios acelerados, Charles Baudelaire fue uno de los primeros artistas en teorizar y llevar el espíritu de la época a la poesía y a la crítica estética. Baudelaire tomó las nuevas formas, las reforzó desde su tradición e hizo de la experiencia artística la vivencia de lo contingente, de lo cambiante y novedoso que ofrecía ese mundo que veía como decadente e infernal.

Su cercanía a lo más oscuro de la época lo sumió en una divergencia que se mantuvo a lo largo de su vida: lo satánico (los placeres que ofrecía la gran ciudad; la desmesura) y lo divino (la salvación y la redención del pecado; el límite impuesto de la moral cristiana). El Paris de su época estaba enfrentado a los cambios radicales de la época. La modernización emprendida por el Barón Haussman encargados por Napoleón III, ponían en marcha una serie de necesidades urgentes de la ciudad; la ampliación de los conductos sanitarios, la construcción de edificios en sincronía con la moda de los tiempos, la edificación de ministerios y otras plazas públicas, y la renovación de parques y calles. Todo esto movió a las grandes familias a emigrar hacia los centros donde el glamour y los beneficios de la industrialización se hacían inmediatos; por otro lado la ciudad Luz vio poblada sus calles de indigentes y expulsados de las propiedades que alguna vez habitaron. El poeta –ya inservible para las inexistentes cortes y para actual utilidad de todo- se vio abandonado en esta mar inmensa y sin orillas, comulgando con vagabundos, músicos ambulantes, gitanos y prostitutas.

Baudelaire vio en todo esto un heroísmo. El mundo moderno tenía su propia épica, sus personajes semidivinos repartidos en todos los extremos de la ciudad. La experiencia de lo nuevo era la batalla de lo cotidiano. El sentimiento del spleen (o hastío) de una civilización que podía tener y producir todo, ante un cansancio por proponer nuevos retos metafísicos, fue el ánimo aplastante que supo nombrar para nuestro tiempo el gran poeta francés . Tal como fue para el siglo XVII y XVIII la vuelta a lo clásico el centro del arte y el pensamiento, para el siglo XIX Baudelaire proponía la encarnación de este temple maldito y creación de un arte a partir de la epopeya de la modernidad:

Sin duda es excelente estudiar a los antiguos maestros para aprender a pintar, pero no puede ser más que un ejercicio superfluo si su finalidad es comprender el carácter de la belleza presente. Los ropajes de Rubens o Veronés no les enseñarán a hacer el muaré antiguo, el satén a la reina, o cualquier otro tejido de nuestras fábricas.

El dandy, aquel aristócrata del espíritu, ese ser que vivía la fugacidad y la eternidad completa desplazada en su tiempo, fue el personaje esencial que mitificó Baudelaire como el verdadero sujeto moderno; el ser espiritual, estoico, sensible a la bellas artes y a la vez frío y calculador: “El hombre rico, ocioso, y que, incluso hastiado, no tiene otra ocupación que correr tras la pista de la felicidad” . Baudelaire convierte al dandy en su arma contra su propia clase, contra la rutinaria vida burguesa y contra el abatimiento de su época. El dandy enfrentaba lo nuevo como un riego, como una experiencia vital.

Así también los espacios que compartían las altas jerarquías políticas y económicas fueron centralizándose y abriéndose a una realidad que no era el ideal pasaje pastoril. La ópera por un lado se convirtió en un recinto donde los iguales y mejores intercambiaban miradas y juicios sobre la sociedad circundante y sobre las nuevas ideas; un recinto semejante a los salones, pero donde ya en su totalidad la burguesía experimentaba la experiencia de su afianzamiento. Por otro lado el café sometió al respetable ante la visión de un mundo lleno de contrastes; la apertura al espacio urbano que significó el café abrió a una realidad evidente e inquietante. Así también ante la nueva vitalidad del mundo urbano, otra temática del heroísmo de la época fue la del amor a última vista; la experiencia del shok como nos dice Walter Benjamín ya era traumante en la aparición de los productos y modas (la presencia del eterno retorno de lo mismo) como una constante novedad, como también lo era con la progresiva aceleración de la información por los nuevos medios de comunicación (el periódico y la aparición de la fotografía); pero en la explanada citadina el ciudadano común y corriente se veía afectado por una sensación mucho más evidente, que es la de la multiplicación y crecimiento demográfico; el encuentro con la masa rompió con la anterior habitualidad de los pequeños pueblos o de las ciudades en formación, ahora el ciudadano pasaba a ser anónimo, y el amor efímero, a última vista; así nos dice Baudelaire en el poema “A una Paseante”:

Un relámpago…¡después la noche! –Fugitiva belleza
De la cual la mirada me ha hecho súbitamente renacer,
¿No te veré más que en la eternidad?

¡En otra parte, bien lejos de aquí! ¡Demasiado tarde! ¡Jamás quizá!
Pues ignoro dónde huiste, tú no sabes dónde voy,
¡oh, a quién habría amado, oh, tú que lo sabías!


La metrópolis no sólo se puebla de viudos, sino también de espacios para la diversión y el placer, para sopesar el spleen. El juego y la bohemia institucionalizada fue el lugar preferido para evadir las tempestades del hastío, como así también la prostitución fue la entrada a las nuevas sensaciones con lo que el dinero podía pagar. Las enfermedades como sabemos comenzaron a abundar, el mismo Baudelaire murió de sífilis, y detrás de toda la fantasía de una ciudad se ocultaba la careta de la muerte.

En esta contradicción el artista moderno debía por principio arremeter con su tiempo, potenciarlo en la obra desde los caracteres básicos del industrialismo a la yuxtaposición de seres, situaciones y de la multiplicación de productos que esta ofrecía. El arte debía ser alegoría, es decir, debía fundir los estados del ánimo con los del paisaje, y todo debía vibrar en una gran de correspondencias con la idea eterna de belleza; ante lo nuevo se contraponía el arquetipo histórico, ante los cambios de la ciudad la encarnación de esa vivencia. Dentro del poeta corrían carros fúnebres, la oscuridad de los cielos era la lápida que pesaba sobre el corazón. En este heroísmo de la modernidad, lo propiamente moderno significaba la identificación de “lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable” nos dice Baudelaire. En esta posibilidad de “extraer lo eterno en lo transitorio”, de extraer la esencia de lo humano ante la ciudad y su masa anónima, los pintores franceses cautelosamente fueron tomando en cuenta las críticas de este gran hombre; si ya Eugéne Delacroix era el amo del símbolo y lo alegórico, Courbet y Monet visulizaron a partir de Baudelaire la intensidad de lo urbano, del nuevo mundo que se cernía sobre ellos.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

baudelaire escribía bien, pero era muy feo.
más feo q tom a-rayas.
en fin, larga vida a rata blanca.
te espero por acá para dar vueltas por librerías. un abrazo.
ezq

Anónimo dijo...

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